Las víctimas no son el 1, el 2, el 500, el 6042… Las víctimas son Carlota, Lucy, Diego, Duvan… Son ellos y sus padres, son los hijos huérfanos, las viudas y los viudos, los vecinos aterrorizados y desplazados… La sangre que un día latió y que no nació para ser derramada...
Frente a un país amnésico, acostumbrado a mirar a otro lado, por indiferencia o por miedo, a agachar la cabeza y a guardar silencio, las paredes son voces necesarias, para muchos probablemente incómodas, pero también, y por eso, doblemente necesarias. Necesarias para abrir los ojos, los oídos, las mentes y el corazón para no repetir la historia, para hacer que el dolor del “otro” no se nos vuelva paisaje y que el paisaje no se nos vuelva indiferencia.
En las calles las obras están vivas, o más que eso… Hoy están, mañana quién sabe… Hoy son de un color, mañana tendrán un añadido, una parte mutilada… El arte urbano es cambiante, como la vida; lleno de cicatrices, como la vida; efímero, como la vida...
El grafiti es arte que sale de los museos porque cree en el espacio público como el lugar más poderoso (y válido, y legítimo) para interpelar; como el lugar que no discrimina o que discrimina de manera tan brutal que debería cuestionarnos.
El grafiti es un llamado de atención, nace de la necesidad de expresarse, pero adquiere sentido en ese “otro”, en el transeúnte más o menos desprevenido al que va destinado (o no) un mensaje; en ese ciudadano indolente acostumbrado a las premisas edulcoradas que venden (literalmente venden) la publicidad y las redes.
El arte urbano es la ciudad que habla, la sociedad que expresa sus contradicciones, sus temores, sus sueños, sus alegrías, sus denuncias… Es la vida sobreviviendo al cemento, la individualidad y la libertad frente a la homogeneización estructural… Las calles gritan porque, queramos o no, todos necesitamos conocer y recordar lo que nos ha pasado como sociedad para seguir adelante en el empeño de construir una ciudad y un país habitable, en el que la dignidad y la vida sean posibles.