Historia

El origen

En agosto de 2011, Diego Felipe Becerra Lizarazo (A.K.A. Tripido) fue asesinado de un disparo por la espalda por el patrullero de la Policía Nacional, Wilmer Antonio Alarcón. La razón estar pintando un grafiti del gato Félix en el puente de la Av. Boyacá con Calle 116 en Bogotá.

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Durante la primera década del siglo XXI, las ciudades de Colombia aun bebían de las ideas fomentadas desde Nueva York por el alcalde Rudolph Giuliani y la teoría de las ventanas rotas. La estrategia de comunidades limpias y tolerancia cero, aplicaba en las calles de las grandes ciudades de Colombia, donde el grafiti era visto como vandalismo y los artistas urbanos criminalizados, relegando sus actividades a acciones nocturnas, clandestinas y proscritas.

El asesinato de Diego Felipe, una vez desmontados los intentos de la institución policial por presentarlo a la opinión pública como un criminal y puesta en evidencia la estrategia de montajes y pruebas falsas orquestadas como práctica sistemática por la cúpula policial, propició un cambio necesario en las políticas distritales del país acerca del arte urbano.

En Bogotá se legisló en favor de espacios concertados para la expresión del creciente movimiento, se abrieron mesas de grafiti en las distintas localidades, se fomentaros eventos y convocatorias para los, en ese entonces, jóvenes artistas y poco a poco el grafiti y los grafiteros fueron dejando de ser vistos como un puñado de vándalos y el arte urbano fue creciendo y consolidándose en la ciudad hasta hacerla hoy, un reconocido “destino grafiti” internacional. Este mismo ejemplo lo seguirían, una tras otra, las distintas ciudades y municipios de Colombia.

Liliana Lizarazo y Gustavo Trejos, padres de Diego Felipe, son dos de los nombres propios que, con su lucha constante en la búsqueda por justicia y reparación en el caso de su hijo, han estado detrás no solo de estas políticas y su difusión, sino del acompañamiento a otras víctimas de diferentes formas del conflicto armado, de crímenes de Estado y, muy especialmente, de abuso de autoridad.

Desde ese mismo año 2011, el Puente de la Av. Boyacá con Calle 116 en Bogotá, lugar donde se encontraba grafiteando Diego Felipe cuando fue perseguido por la policía hasta ser asesinado, se convirtió en un “lienzo” en su memoria. A lo largo de los años, decenas de grafiteros y de imágenes, han hecho del puente un lugar emblemático del arte urbano en la ciudad. Un ejemplo que buscó replicarse en otros puentes de Bogotá, como homenaje y memoria de otras víctimas.

Es así que en el año 2020 comienza a fraguarse Todas las Vidas Valen, primero con la galería en honor a los líderes sociales y firmantes del acuerdo de paz asesinados en el puente de la Avenida Boyacá con Calle 80, y luego en las columnas de la Autopista Sur con Avenida Villavicencio con rostros de falsos positivos y otras víctimas de crímenes de Estado y brutalidad policial. Apoyados por distintas entidades locales e internacionales, Todas las Vidas Valen, sigue creciendo en su empeño por llevar el diálogo a distintos espacios urbanos y construir memoria a través del color con el que lloramos las muertes de cada una de las víctimas, pero, por encima de todo, celebramos sus vidas.

 

Los porqués

Más allá de estadísticas, números y cifras, las víctimas de las distintas formas de violencia en Colombia son rostros, son historias, son vidas, sueños, ilusiones, familias rotas, llantos, recuerdos...

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Las víctimas no son el 1, el 2, el 500, el 6042… Las víctimas son Carlota, Lucy, Diego, Duvan… Son ellos y sus padres, son los hijos huérfanos, las viudas y los viudos, los vecinos aterrorizados y desplazados… La sangre que un día latió y que no nació para ser derramada...

Frente a un país amnésico, acostumbrado a mirar a otro lado, por indiferencia o por miedo, a agachar la cabeza y a guardar silencio, las paredes son voces necesarias, para muchos probablemente incómodas, pero también, y por eso, doblemente necesarias. Necesarias para abrir los ojos, los oídos, las mentes y el corazón para no repetir la historia, para hacer que el dolor del “otro” no se nos vuelva paisaje y que el paisaje no se nos vuelva indiferencia.

En las calles las obras están vivas, o más que eso… Hoy están, mañana quién sabe… Hoy son de un color, mañana tendrán un añadido, una parte mutilada… El arte urbano es cambiante, como la vida; lleno de cicatrices, como la vida; efímero, como la vida...

El grafiti es arte que sale de los museos porque cree en el espacio público como el lugar más poderoso (y válido, y legítimo) para interpelar; como el lugar que no discrimina o que discrimina de manera tan brutal que debería cuestionarnos.

El grafiti es un llamado de atención, nace de la necesidad de expresarse, pero adquiere sentido en ese “otro”, en el transeúnte más o menos desprevenido al que va destinado (o no) un mensaje; en ese ciudadano indolente acostumbrado a las premisas edulcoradas que venden (literalmente venden) la publicidad y las redes.

El arte urbano es la ciudad que habla, la sociedad que expresa sus contradicciones, sus temores, sus sueños, sus alegrías, sus denuncias… Es la vida sobreviviendo al cemento, la individualidad y la libertad frente a la homogeneización estructural… Las calles gritan porque, queramos o no, todos necesitamos conocer y recordar lo que nos ha pasado como sociedad para seguir adelante en el empeño de construir una ciudad y un país habitable, en el que la dignidad y la vida sean posibles.

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